October 10, 2009

Volver

Siempre hablo sobre huír. Pocas veces hablo de volver. Total, ¿volver para qué? se preguntan todos los que se han ido. Nos sentamos Ana y yo en los sillones desvencijados de un café de Brooklyn, y nos hicimos esa misma pregunta.

Y hablamos de las calles de nuestro país, que verdean de militares, y de la ignominia de abril de este año, donde el gobierno literalmente amordazó a cien millones de mexicanos -o logró que se amordazaran voluntariamente, que es lo más desconcertante- y los encerró en sus casas durante diez días bajo la amenaza de un enemigo descomunal que resultó no ser más que una vulgar gripa. No sé si nos indignaba más lo sutil de la agresión o lo sumiso de la obediencia. Y cómo contrasta con las oleadas de gente que salieron hace un par de años a defender rabiosamente el voto que les habían robado. Y con los miles que hicieron una valla humana desde San Cristóbal de las Casas hasta San Lázaro para abrirle paso a la Caravana Zapatista en su camino a la Cámara de Diputados en 2001. O con el millón de personas que un miércoles laborable por la mañana se reunieron a repudiar un proceso seudo-legal contra los derechos políticos de un potencial candidato de izquierda.

Este año, en cambio, cansados, maniatados, amenazados, los mexicanos sólo contemplan ya sin contar los miles de muertos que va dejando a su paso una guerra sin sentido: cadáveres y cadáveres que aparecen ahí, en la cajuela del auto estacionado en la esquina, a la orilla de la carretera, en la acera de enfrente de la escuela. El país parece una masa exhausta: los montones de amigos nuestros, compañeros de universidad, que buscan trabajo, más desesperanzados que desesperados. Nuestros padres, viejos y cansados. Los hijos que no tenemos, o que quizás alguna vez tendremos pero que al parecer ya nos dijeron que no tienen ganas de nacer en ese país en naufragio. Todos hartos de creer, hartos de no creer. Para qué regresamos y qué bueno que nos fuimos.

Volver es irracional. Después de todo, en Estados Unidos, o en Canadá o en Holanda tenemos más oportunidades (si bien escasas) de encontrar un trabajo con un salario decente. Y probablemente hasta podremos ejercer nuestra profesión y ser medianamente felices. Y salir a la calle por la noche sin cuidarnos las espaldas, y viajar en metro sin vigilar constantemente la bolsa. Y podremos almorzar los domingos en un restaurante lindo, aunque no tengamos con quién hacer la sobremesa. Y podremos criar a nuestros hijos en un lugar seguro donde pueden ir al parque y crecer sanos y chapeados y salir bonitos en las fotos que les mandaremos a sus abuelas. Porque nuestros hijos sólo van a ver a sus abuelas, con suerte, en las navidades. Y no van a saber a qué huele el arroz con leche recién hecho, ni van a conocer el timbre profundo de la voz de su abuelo. Y vamos a hacernos amigas (en tanto se pueda llamar "amistad" a ese tipo de relaciones ascépticas y superficiales a las que está confinado el extranjero) de las otras madres de familia del kindercito, con las que vamos a organizar las fiestas de cumpleaños de los niños, y los niños no van a conocer las risas explosivas y sonoras de Lucero y Etna y Maribel y Yásnaya cuando se juntan a tomar té en nuestra casa. Porque nuestra casa va a estar muy lejos, en este lugar de inviernos largos y salarios buenos. Volver: para qué volver, si el país se está derrumbando.

Yo sé que voy a regresar. Que no tengo buenas razones, pero sí muchos motivos. No pienso convertir el doctorado en un exilio autoinfligido. Voy a volver porque mi país se está cayendo a pedazos, y aunque sé que no puedo hacer nada por componerlo, no puedo desaparecerme precisamente en este momento. Porque uno regresa al lecho de su madre enferma, no con afán de curarla, sino por un mandato moral. Lo racional, en términos de costo-beneficio -que es la medida con la que los testaferros del capitalismo calculan la razón- es no volver: para qué visitar al pariente enfermo si no tiene nada que darme. En cambio lo correcto, en términos de "eso inexplicable que nos hace quienes somos", es regresar a casa, con más motivos mientras más duros sean los tiempos. Porque mi casa es un barco que se hunde pero lleva a bordo a mis amigos y mis sobrinos y mis padres, y a los colegas que me caen bien y los que me caen mal, el barrio que conozco con sus banquetas mojadas de verano, la comida con comensales, las tienditas con "buenas tardes" y todas esas cosas que tengo incluso cuando pienso que ya no tengo nada.