July 28, 2008

etología del soltero

Odia las vacaciones y el tiempo libre. Sobre todo porque no tiene con quién compartirlo. Dormir es una actividad social, piensa, así que duerme poco, sólo lo necesario. No le gusta la playa porque no soporta la inmensidad. Siempre se le ve en lugares donde hay gente, o no se le ve del todo. Disimula su soltería leyendo en público. Inventa historias sobre las razones de su última ruptura porque le avergüenza decir que simplemente no tolera estar tanto tiempo con la misma persona. Come de pie, quiere acabar rápido con el trámite de alimentarse porque comer en una mesa es también algo que se tiene que hacer acompañado. Le llama "comida casera" a la comida de fonda, porque no tiene casa ni para quién cocinar. Cuando le preguntan por su estado civil, el soltero marca el recuadro correspondiente y sonríe para sus adentros con un orgullito silencioso que nadie sabría comprender. Trabaja los domingos. Irremediablemente a las cinco de la tarde lo asalta un dolor en un estómago imaginario, una especie de tristeza o de miedo, no sabe bien de qué.

Uno pensaría que el soltero le hace honor a su nombre y está siempre solo, pero eso es falso. También pareciera que no tiene quien lo quiera, o que no quiere querer a nadie, pero eso casi nunca es verdad. El verdadero problema del soltero es que siempre quisiera ser un extraño. Está constantemente enamorado, sólo que de diferentes personas cada tanto, a veces de varias al mismo tiempo. No tiene pareja porque tener una implica renunciar a su deporte favorito: convertirse cada tres o cuatro meses en alguien nuevo para alguien más.

de profesión, extraño.

(Esta es una respuesta a una entradita de Larisa)

Yo viajo con maletas de rueditas. Odio las mochilas, los backpackeros, los hostales pulguientos. No concibo los viajes por el puro placer de vacacionar, ese es un lujo de la gente con pareja. Los solteros no encontramos tanto gusto en estar tirados en una hamaca sin nadie, o en sentarnos a ver el mar acompañados de nuestra propia sombra. No, si voy a algún lado, por favor, que no sea de vacaciones.

Me gusta el término "sedentario múltiple" de Larisa porque yo tampoco soy viajera: me baño diario y hablo con poca gente, me cepillo el pelo, jamás uso sandalias con calcetines. Tampoco soy turista porque por principio no voy a ningún lugar donde no tenga nada que hacer, y considero de terrible gusto regatear. Me gusta el transporte público, me gusta escuchar las conversaciones en las combis. La verdad tampoco me gusta moverme demasiado. Me gusta ir muchas veces al mismo lugar. Si pudiera elegir de nuevo una carrera, sería la persona de afuera que viene seguido al pueblo pero no habla con nadie. Saluda a todos pero nadie sabe quién es. Y ya ha estado alrededor suficiente tiempo para que la gente empiece a preguntarse. Entonces surgen las explicaciones: que si viene de Morelia a vender jafra, que si anda buscando marido, que es una prima lejana de los Ascencio o que seguro la mandaron de algún programa de gobierno. A mí nadamás me gusta sentarme a leer en la plaza, acariciar a los perros callejeros o darme unas vueltas por el panteón para que la gente que no tiene nada mejor que hacer se entretenga inventando algo.

July 27, 2008

antropología fractal


I
Elena me explicó en un café de Tlalpan los orígenes de la geometría fractal. Todo empieza con la pregunta de Mandelbrot sobre cuánto mide la costa de Inglaterra. ¿Y cuánto mide la costa de Inglaterra cuando es recorrida a pie por un humano? ¿Cuánto mide la costa de Inglaterra si en lugar de un humano la recorre una bacteria? ¿Cuánto mide, pues, la costa de Inglaterra?
Lo que me interesa no es el desarrollo posterior de la geometría fractal (de la que pueden leer más en este blog buenísimo que me recomendó Elena), sino cómo hace una analogía perfecta con la manera como conocemos lo humano.

II
Este es judío. A este otro lo educaron en una escuela católica. Aquella es bisexual. Yo me di cuenta de que era hispana el día que me vieron de lejos. Tenía que tachar un cuadro que decía "raza" y había varias opciones: afroamericano, asiático, caucásico, hispano. Me causa curiosidad que la raza en este caso se defina por el idioma materno. Cuando camino por la calle soy hispana y cuando entro a mi casa, donde no me espera nadie, tengo la misma cara pero ya no soy minoría. Me espera una lista de quehaceres como la de cualquier persona y voy tachándolos uno por uno mientras me como un pan con miel.


III
Lo desconcertante de la pregunta de Mandelbrot es que parece que todo fuera cierto. La costa de Inglaterra mide lo que mide desde el satélite, pero también mide la distancia que marcan los pasos de un humano y también lo que mide el recorrido casi infinito de una bacteria por los recovecos de cada piedra de la orilla. Todas las medidas son correctas, la longitud depende de la escala de medición.

Todo lo que ven en nosotros es lo que somos, y también somos como nos ven de cerca. Somos lo que tachamos en el cuadrito, por ofensiva que suene la simplificación: negro, blanco, café o amarillo. También somos lo que dice el pasaporte. Somos el idioma que hablamos, pero también las leperadas que decimos, las palabras que inventamos, el olor a sudor y el de ropa lavadita, el aliento a cebolla y a hierbabuena fresquita, el amigo buena onda y el patán que nunca llama por teléfono. La misma persona nos dice un día "nunca había conocido a nadie como tú", y tres meses después sólo recuerda de nosotros que "pinches viejas todas son iguales". Y en los dos momentos tiene razón.

Somos el hijo consentido, la oveja negra de la familia y uno cualquiera de entre varios hermanos. Somos iguales que el resto de los fumadores, si fumamos, e igual de intolerantes que los exfumadores si dejamos de fumar. Somos indistinguibles en la multitud o irremplazables en la intimidad. Nuestro tamaño depende de quien nos ve: la taquillera del metro, el auditor de Hacienda, el primo que nunca nos visita, los amigos de los jueves, o alguna de las poquísimas personas que son capaces de recorrernos en pasitos menudos de bacteria.